"De alguna manera esto que os cuento me ha sucedido".



martes, 27 de abril de 2010

3. La virgen de los sostenes y otros milagros.


               “Nunca fui muy dado a creer en historias o leyendas,
         mas tampoco me permití nunca dudar de lo que alguien
         me contara con el corazón en la mano. Digamos que,
         al final, vine a ser una suerte de crédulo escéptico… o viceversa.”

     Cualquier observador ajeno a los ocultos menesteres de mi rincón tranquilo, a sus pequeños secretos, podría fácilmente llegar a la conclusión de que en Baamul todos los días son miércoles. Todos los días, a las mismas horas, se puede encontrar a las mismas gentes haciendo las mismas cosas. Ni siquiera el sol escapa a este hechizo y concurre puntual siempre a idéntica hora, exactamente doce horas después de haberse ido, ignorando las estaciones con ese aire indiferente con que ocurren aquí los milagros.

      Así, inmerso ya en esta suerte de ley natural, amanezco cada día con las seis y bajo a la playa a despertar, a renacer en cuerpo y alma. Constato de camino y de reojo que Jim-mepuedesllamarJaime y Shaar están ya sentados en su porche con su tacita de café en la mano, las mismas tacitas de todos los días, ocupando siempre las mismas posiciones alrededor de la misma mesa, como puestos por el ayuntamiento, y vistiendo las mismas encantadoras sonrisas de cada mañana. Cuando llego a la playa, Kaloo ya nada mar adentro. A medida que pasan los minutos, pasan también Jean y su perro y saludan, dejándome siempre la duda de quién pasea a quién. Luego empieza a moverse algo en el restaurante, se abre una puerta y sale Martín agitando los manteles como dando una señal. Comienza el día en Baamul.

     Sólo el mar escapa a este embeleso y amanece cada día distinto, cantando, eso sí, siempre la misma canción diferente. Cuando sentimos el escalofrío de la repetición, los habitantes de Baamul miramos de reojo el mar y sonreímos. “Hoy no es miércoles”, decimos bajito, como hablando solos, y volvemos más serenos a nuestras realidades.

     Una de esas mañanas, cercano ya el mediodía, me encontré en la playa con Abimael cavando un hoyo enorme a pleno sol, enterrado ya hasta las rodillas. Chiapaneco, morenísimo y buena gente, Abimael es el chavo encargado de componer todo lo que va mal en Baamul. Vale decir que la palabra “mantenimiento” no tuvo nunca un sentido tan amplio,… tan enorme.

-¿Qué pasó, Abimael?
-¿Quihúbole, Karlitos? ¿Cómo pues?
-Vas a sacar petróleo.
-¡Puta! Ya vino la patrona con el cuento de plantar más palmas. A poco seis. ¡Híjole! Ya tuvimos que meternos en la selva a buscar, que aquí ya se acabaron.

     Mis primeros días en Baamul, me había maravillado la facilidad con que las palmeras cambiaban de sitio. Tan pronto aparecían como desaparecían o intercambiaban sus posiciones y lugares. Palmeras pequeñas, gordas, delgadas o grandes, parecían danzar a su antojo cuando nadie las veía. A veces, atónito, me acercaba despacito a una palmera recién llegada a tocarla suavecito, para ver si era real. Llegué a pensar en quedarme una noche escondido vigilándolas, a sorprenderlas en su baile, en su secreto. Una mañana, perplejo, observaba de cerca una palmera cuando aparecieron Bartolo y Abimael y se acercaron risueños.

-¿Qué onda con la palma, Kaaaarlitos? –Bartolo, con su español cantadito, prolonga siempre mi nombre más de lo natural.
-Ayer no estaba aquí. –Dije señalando la palmera.

     Entre risas, con su buen humor de siempre, desvelaron entonces el misterio. Doña Eulalia, dueña y señora de todo lo que se mueve, nace o muere en Baamul, tiene también entre sus potestades alterar el paisaje a su gusto y antojo y son Bartolo y Abimael los encargados de cambiar el escenario a capricho de la patrona. Ya es para mí habitual verlos con sus palas y sus palmeras, como Sísifos con sus piedras, inmersos es esa danza interminable de árboles que se mueven y vanidades gigantes.

     Uno procura ir aprendiendo a tratar con todos y con cada uno en este pequeño planeta. Aprender y respetar las leyes, normas y costumbres al uso, sin perder al tiempo la propia idiosincrasia. Recuerdo la primera vez que me puse a cavar en la playa con los chicos. Abimael, Todos los Santos y Bartolo, quedaron en suspenso, petrificados, con las palas en las manos mirándome ojiplatos, como si se estuviera rompiendo una suerte de tabú. Tras unas cuantas paletadas de arena, les grité “¡órenle, muchachos, a la chamba!” Y como siempre, muertos de la risa, entre una serie de exclamaciones incomprensibles en su papiamento local, volvieron animados a la tarea. Bartolo, a cada rato, me echaba un vistazo y reía “¡…Kaaarlitos, Kaaaarlitos…!”, y los otros contestaban a coro prorrumpiendo en carcajadas. Como decía, uno procura, sin ofender a nadie, traspasar las nítidas fronteras que aquí existen entre clases,… casi diría castas, y termina mojando en todos los moles, haciendo chul en todas las salsas. Y así me las veo tan pronto con el staff como con los patrones en un tango complicado y apasionante que me deja a veces las entendederas para el arrastre, pero dispuestas siempre para el próximo baile.

     Todo ello forma parte del encanto de mi nueva vida. Todo es nuevo, diferente, en un lugar donde mariposas con cara de niño vienen a posarse en tu hombro, saludando amigables y hay que pedir ayuda para mirar, abarcar un paisaje imposible de contar, todavía indómito, gigante, que parece obedecer otras leyes, otros dictados naturales. Todos los días aprende uno algo nuevo que ha de olvidar al instante porque se queda antiguo, viejo, caduco cuando uno parpadea.

     Los milagros se toman aquí con la naturalidad de lo cotidiano. Así, en uno de nuestros primeros encuentros, Doña Eulalia me contaba cómo amaneció con los pelos llenos de escarchas el día en que alguien, en su particular peregrinación, le había dejado una imagen a tamaño natural de la virgen de Fátima en la puerta de su casa.

-¡Escarchas blancas, por todo el pelo, por toda la almohada! –Decía moviendo sus deditos alrededor de la cabeza como simulando una corona de hielos. -¡Escarchas blancas!, que quieren decir que la virgen me da toda su gracia y me concederá todo lo que le pida…

     Luego vino un elocuente seminario sobre el significado del color de las escarchas que la virgen te saca, “el blanco para esto, el azul para esto otro…”. Bronco, más terrenal que un toloc, contestó escéptico haciendo un peculiar resumen y una defensa a ultranza de las afirmaciones que hace “El Código Da Vinci” sobre la verdadera historia de la iglesia católica. Lo acababa de leer y fue para él como una revelación. Aquí se le quebró la tolerancia a Doña Eulalia.

-¡Pinche ateo cabrón! ¡Así se te caiga la negra lengua! –maldecía la Doña, siempre de armas tomar y peligrosa como Winchester cargado, mientras daba de manotazos sobre el hercúleo torso de Bronco, que alzaba divertido sus cejas y me hacía guiños de complicidad, soportando estoico como una estera la somanta de golpecitos.  
-¡Y de dónde demonios saca esas chingaderas el Divenchi ese! ¡Pendejadas, no más puras pendejadas! –y seguía aporreando a Bronco que sólo reaccionó cuando Doña Eulalia agarró un cenicero e hizo ademán de golpearlo con él. Bloqueándola, sujetó sus manitas y simulando un forjeceo sentenció:

-Quédese usted con sus cielos y sus santos y vaya usted a misa, que falta le hace si anda tan llena de pecados, y ya me las arreglaré yo con todos los Luciferes que me salgan al paso.
-¡Cabrón, impotente, ateo, bocanegra!

     Sólo cuando Bronco, con su habitual contento, propuso abrir una botella de tinto y brindar por todas las vírgenes conocidas y por conocer, pareció calmarse la furia de la Doña y volver a su intermitente buen humor.

     Aquella misma tarde, Doña Eulalia me había hecho un encargo que casaba perfectamente con su particular idiosincrasia.

-No seas malito, cuando retornes de España me traes una imagen de la virgen de Fátima. La más bella que encuentres, que allá las hacen bien padres, un chingo más finas que acá.

     Anoté con sumo cuidado el recado, no fuera a ser que, en mi ignorancia, terminara acarreando una virgen cambiada o un Sagrado Corazón, que es lo mismo pero no es igual, como ella misma se encargó de explicarme.

-No me vayas a hacer la pendejada de traerme otra virgen. Una es devota de la Fátima, que es la que más amor me da y más milagros me concede. Viste siempre un manto blanco, con sus manitas juntas en el pecho y está paradita sobre una bola del mundo toda sembradita de palomas.

     Hasta aquí todo normal. Terminé de apuntar los detalles al dictado de la Tía y acepté la copa de vino que me tendía, mientras Bronco servía la tercera ronda. Cuando se hubo echado la copa al coleto, Doña Eulalia abrió los ojos como una posesa. “¡Chinga!”, exclamó y tras secar sus labios con el dorso de la mano, sonriendo pícara, se inclinó hacia mí acercando su cara a la mía y susurró:

 -¿Sabes que más me vas a traer... si me haces el favor? ¡Una ambulancia! –y con las mismas, saltó sobre sus patitas y ayudándose de ambas manos se levantó la camisa hasta las tragaderas, dejando expuestas a tres pulgadas de mis narices un par de tetas más dignas de una adolescente que de una viejita de sus años y embutidas en un pícaro sostén caladito con una pequeña flor entre las copas.

     Por unos segundos que me parecieron horas, quedé pasmado, mirando fijamente la florecita, mientras no dejaba de oír en mi mente la palabra “ambulancia” como un mantra repetido que impedía que pudiera articular cualquier otro pensamiento. Sentí fuerte y nítido el calor subiendo a mi rostro, y acerté a pensar “¡demonios, qué desleal es el rubor!”. Maldito sea si sabía qué carajo tenían que ver las tetas con las ambulancias… o es que se me había escapado algo. Rompiendo el hechizo, apuré mi copa de vino entre el estruendo de las carcajadas de Bronco.

 -¡Eso estuvo chido m´hija, se nos quedó alelado Don Karlos! –e inmisericordes, siguieron por un rato largo partiéndose de la risa.

      Cuando hubieron agotado la guasa, Doña Eulalia vino a explicarme que a los sostenes les llaman ambulancias “…porque recogen a los caídos!!”, y venga otra vez el válgame dios de risas, toses, copas volteadas y vino derramado.

     Al acabar la velada el encargo consistía en una imagen de la Virgen de Fátima, un par de sostenes iguales en talla, color y marca al que tuve ocasión de contemplar tan de cerca, y una cajita de azafrán “del de verdad, del auténtico que venden en el Corte Inglés”. Por lo visto aquellos sujetadores sólo los había encontrado la Doña en cierta tiendita de Madrid y los conseguía desde hacía lustros, de higos a brevas, cuando tenía ocasión de cruzar el Atlántico. Un mes después, a mi regreso del corto viaje a España, siempre con la imagen a cuestas, no fuera a llegar quebrada a manos de Dona Eulalia, terminé por referirme a la estatuita como la Virgen de los Sostenes.

 Sostenes y vírgenes. Como decía, un encargo digno de la patrona. 


Baamul, 2006.


  

1 dejaron su rastro...:

PazzaP

Porque la cuestión no es que otros no tengan vidas en cierta forma mejores, o experiencias más impactantes que contar, no.

La cuestión es que lo hagan de este modo. Ya te digo, siquiera para el solaz de los que te aman, y a si mismos a tu través.

Y bueno, ya. No más pasadas al lomo, que la vanidad siempre está al acecho, amigo.

Besos marcianos.

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