"De alguna manera esto que os cuento me ha sucedido".



martes, 27 de abril de 2010

4. Kaloo y la plenitud de la sencillez.

          “Disfruta hoy,… es más tarde de lo que crees”.
          Proverbio chino.

     Eusebio abrió la puerta de la casa para darse de bruces con la tropa. Impasible, como quien le habla a una manga de mocosos atribulados, les espetó: “y vosotros, ¿qué queréis?”. Eran tiempos oscuros en Brasil. Tiempos de militares irrumpiendo en las casas. Tiempos de familiares a quienes no se volvía a ver. De hombres y mujeres machucados, esperanzas acabadas y libertades al pedo.

     Muchos años después, Kaloo abría de contarme con la voz desentonada por la emoción cómo su padre enfrentó sereno a la patrulla. “La cosa estaba bien gruesa entonces y mi padre no dejó nunca de militar activamente en el sindicato”. Hablaba rápido, con el español meloso y desafinado de los brasileños, sin pausas, con todo el cuerpo. Sus gestos, moldeando figuras en el aire, resultaban, en ocasiones, más elocuentes que sus palabras. Aquella noche me contó su historia. Desde las andanzas con su padre hasta su llegada a Baamul. Si tuviera que definirle, bastarían cuatro palabras: Es un hombre feliz.

     Dibujó una infancia humilde y contenta a la sombra de un padre comprometido y cariñoso. Cariñoso con los suyos y comprometido con el mundo que abarcaban sus brazos. Muchas veces a Eusebio habría de rozarle el desastre en sus menesteres clandestinos y otras tantas salió ileso donde otros acabaron en una cuneta con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico. “Desde luego, Eusebio, que alguien te ha debido poner una vela al santo más milagrero” solía decirle su mujer rumiando la angustia en la cocina entre mangos frescos, papayas silvestres y el denso olor de las feijoadas.

     El niño Kaloo se la pasaba jugando fútbol todas las tardes con la chiquillería del barrio hasta que les era casi imposible ver si pateaban al balón o al compañero y regresaban a casa trotando a oscuras, entre el humo menudo de las cocinas humildes, con el ocaso siempre pegado al trasero. Con los años, y para regocijo y orgullo de su padre, Kaloo terminaría jugando profesionalmente en diferentes equipos a lo largo de mucho mundo. Baste decir que, siendo aún un chamaco, llegó a compartir camiseta con Pelé, ya casi un carcamal, y con otro buen puñado de nombres ilustres de aquella generación que me es imposible recordar. Fue precisamente el fútbol lo que le trajo finalmente a México, donde habría de echar raíces y conocer a la que sería su compañera inseparable, Cristina.

     Sin duda alguna, conocer a Cris y a Kaloo ha sido de las cosas más entrañables que nos han sucedido en Baamul. Fueron ellos los que nos fueron abriendo los ojos a este peculiar planeta, sus usos, costumbres y maneras, a medida que las ocasiones lo iban requiriendo. Vale decir que nos han ahorrado tiempo, dinero y disgustos y que no han escatimado en amor, amistad y apoyo en todo momento y situación. No sé si crean ustedes en hadas madrinas o ángeles de la guarda, pero, indiscutiblemente, hay gente que la vida te pone cerca con un fin o una razón. Cada vez que ha hecho falta, han aparecido como por arte de magia en los lugares más inesperados e insospechados. Ya es habitual para Rocío y para mí, mirar alrededor cuando el destino se tuerce o algo serio sale chueco, esperando encontrar a nuestros hados con sus sonrisas mágicas de solucionar problemas, aclarar dudas y enderezar entuertos.

     Cuando llegamos a Baamul, nuestro rincón tranquilo, veníamos en busca de una vida sencilla, sosegada. Queríamos que el ritmo de nuestros días estuviera más cercano al ciclo natural de las cosas. Olvidarnos tantito del reloj. Aprender el desapego, la sencillez. Permitir que a cada día le bastase su cuidado y poder disfrutar del tiempo y de las pequeñas cosas que hacen que la vida merezca la pena ser vivida realmente,… plenamente. Saborear el silencio, la brisa en la piel, el olor a selva, el sabor del mar y la contemplación de un cielo y un horizonte que de tan grandes asustan, te hacen sentir pequeño. Podría haber sido en cualquier otro sitio,… pero fue aquí, donde la luna sonríe en lugar de mentir y la noche se llena de pobladores menudos, olor a tierra húmeda y un viento templado. Resulta sencillo el embeleso entre la selva y el mar y es casi inevitable recogerse, emocionado, y susurrar “gracias…” varias veces al día, cuando de improviso uno se deja embrujar por esa presencia invisible, vital, que campa a sus anchas por los alrededores. Aquí he aprendido a observar y me impregno de los mejores maestros. Aprendo, por ejemplo, del toloc la quietud absoluta, de la palma la danza suave y del pelícano la indiferencia, la ecuanimidad, la adaptación. Luego, lo incorporo todo a mi práctica diaria de meditación y artes energéticas . Danza y quietud, selva y cielo, tierra y mar,… el yin y el yang.

     Algo late en las entrañas de este lugar. Puedo sentirlo. Hay gente llegando aquí sin saber que venían guiados por ese latido. No soy el primero. Desconozco si ellos lo oyen, lo sienten. No se habla de eso. Se vive.

     Cris y Kaloo fueron pioneros en acudir a esa llamada. Llegaron, como nosotros ahora, en busca de algo difícil de explicar. Es ese tipo de cosas que únicamente se pueden expresar por medio del facto, de la vida. Llegaron trabajando duro, y terminaron por hacer próspero un negocio que andaba mohoso, caduco y muriendo entre la desidia del patrón y los berrinches de Doña Eulalia. Con ella, con la Doña, tuvieron que bregar duro y largo desde el principio soportando sus extravagancias, envidias y demencias. Tanto así que Eulalia llegó a culpar a Kaloo de una operación intestinal a la que tuvo que someterse, acusándolo de haberla endilgado un hechizo, un ritual vudú.

-¡Hijo de la gran chingada! ¡Me quieres ver la cara de pendeja! –Le espetó, en un comedor repleto de clientes, a un patidifuso Kaloo que no daba crédito a lo que estaba escuchando. -Tú te quieres quedar con todo lo mío, cabrón. Pues no soy tan mensa. ¡Aquí tienes tu pinche muñequito de vudú, para que te lo metas por el culo, goeputa!

     Esa misma tarde, sentado frente a Kaloo, Rafael, dueño heredero de todo Baamul, daba vueltas entre sus manos el atadito de plantas y palitos que su madre confundiera con un vudú. Su cara reflejaba agotamiento, hastío, hartazgo.

 
-Mira Kaloo, esto funciona así. Mi madre es el precio del paraíso. No hay otra. Si quieres vivir aquí, báilate ese tango.

     “No hay otra,…ni modo”. Y ese tango lo bailamos aquí todos todavía. Al menos todos los que, de una forma u otra, nos ganamos la vida o vivimos en Baamul. Es fácil, si uno se fija y conoce los devenires cotidianos de Baamul, escuchar cómo los jueves, a medida que se acaba la semana, flota en el aire una pregunta. Cómo suene esa pregunta depende sólo de quién la formule, pero en esencia es siempre la misma: “¿viene la Señora?”, “¿Sí llega la patrona?”, “oye Kaarlitos, ¿regresó tu tía?,…” O, como suele decir mi cuate Ricardo, el carpintero, “y… ¿se murió ya la pinche abuelita?”.

     Si amanece el sábado sin Doña Eulalia en Baamul, se respira un aire relajado, como con un nosequé de fiesta en el ambiente. Se oyen risas, bromas y mentadas de madre y anda todo el mundo con el paso tantito más largo, como queriendo aprovechar una bendición pasajera. Si, por el contrario, la furgoneta de la Señora amanece frente a su habitación, cunde cierta congoja, Baamul parece contener la respiración y todo el mundo intenta volverse invisible.

     Así ha sido y será desde los comienzos de Baamul y así sigue creciendo la inmensa soledad de una señora que deja las luces prendidas al salir de casa “para despistar al enemigo” y que podría resultar entrañable si no fuera tan temible por su egocentrismo, su corazón malherido, su esquizofrénico autismo y su mala puntería.

     De cualquier forma, con ser un incordio, es un precio que se paga como paga uno la factura de la luz, jodido pero contento,… si uno sabe porqué está aquí,… si sabes bailar el tango. Y así, baila que baila, la vida cotidiana nos discurre entre los menesteres de cada cual y los momentos de sosiego y contemplación que te permite el lento avanzar del tiempo en estas latitudes.

     Estos días, época de tormentas y pocos gringos, los anocheceres se me van contemplando el mar, la playa, iluminados por una luna que parece maquillarlo todo con un tono metálico. Impresionante. Sobrecogedor. La otra noche, sentado en la arena, me oí decir:”La noche, metálica, arranca destellos acerados a un mar de mercurio”. Y, asociando ideas, me puse a pensar otra vez, como tantas, dónde habitarán las frases, las canciones,… las poesías, hasta que alguien las piensa, las compone, las escribe. Porque, a veces, vienen tan de golpe que no parece verosímil que sea uno quien las construya, las invente. Más bien pareciera que andan revoloteando a la espera y de pronto se zambulleran en ti concediéndote la autoría. Otras veces, en cambio, llega uno tarde y, un buen día, las reconoce en un texto ajeno y surge un destello, un flechazo. “Joder, lo que hubiera dado yo por escribir eso”. Me pasa mucho con García Márquez, siempre con Benedetti, a veces con Sabina, Serrat, con Gloria Fuertes, Oliverio Girondo, Gioconda Beli, Laura Restrepo, Khalil Gibrán, Luis Landero, con tantos…y tantas. “Tengo una soledad tan concurrida, tan llena de nostalgias y de rostros de vos, de adioses de hace tiempo y besos bienvenidos, de primeras de cambio y último vagón…”. Hasta ahí, no más. De pronto algo me despabila y me devuelve a la playa. Es Chapis, el gato, que viene a buscarme y, sin un susurro, en absoluto silencio, con la sola mirada me estaba llamando a gritos. Ya satisfecho se acomoda junto a mí a compartir este momento, este largo instante, mientras los mosquitos, animados por las lluvias vespertinas, pasan zumbando agudo y desafinado sin decidirse a picar… ya no hay novedad en la sangre de este güero,… ni modo y qué bueno.

     Ignoro si Kaloo haya leído alguna vez algo de Pearl S. Buck. Digo más, es muy posible que desconozca totalmente su existencia. Pero seguramente hubieran hecho buenas migas si, en un malabarismo del espacio-tiempo, se hubieran podido encontrar. Ella acuñó la famosa frase “Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad”. Por su parte, Kaloo no se cansa de repetir a quien quiera escucharle que “con la pendejada de tener tantas cosas con las que comprar la felicidad y tanta chingadera para conseguirlas, la gente se olvida de ser feliz”. Vale decir que es un hombre que se ríe de los lujos y sabe disfrutar del aquí y el ahora, los pequeños tesoros de la vida.

     Kaloo y Cristina se casaron en la que pudo ser la primera boda en León Guanajuato en la que el novio calzaba deportivas. Los casó Don Felipe, un cura gordo y orondo, viejo amigo de la familia, cuyo lema “con vino y mujeres no hay pecado” dice mucho de su amor por la vida guanga y jocunda. En la fiesta inaugural de cierto evento deportivo de cobertura nacional a la que invitaron a Don Felipe como representante de la parte divina, hicieron falta cinco personas para romper el abrazo al que el cura sometió a la famosa Chica-Bún, azafata representante de la parte voluptuosa, cuando alguien cometió la imperdonable incorrección de presentarlos. Aún así,… a pesar de sus relajadas costumbres, Don Felipe fue irreductible cuando Kaloo acudió a él con la intención de librarse del inevitable curso para novios que la parroquia imponía a todos los pretendientes como condición insalvable para acceder al matrimonio. También entonces Kaloo tuvo que enrollar su cola y bailar el tango.

     Digamos, por ir acabando, que hasta donde yo sé, Kaloo es un buen tipo de gustos sencillos, empeñado en ser feliz y en cumplir con sus sueños. Un hombre generoso y contento que heredó de su padre la náusea ante la injusticia, la simpatía por el débil y la testarudez en los principios. Amante de la plática y conversador insaciable, ha llenado con historias propias y ajenas muchos de esos ratos que nos regala aquí el tiempo. Tal vez en otro momento, un día sin huracanes categoría cinco en el horizonte, les platique más anécdotas con las que Kaloo me ha obsequiado. Como aquella remota tarde en que me contó su historia:

-Óyeme, Kaloo,… ¿y cómo acabó lo de tu padre con los soldados, la noche aquella?...

     La soldadesca, habituada a sembrar el terror con su mera presencia, no supo reaccionar ante la indiferencia de aquel hombre sencillo que los miraba derecho, casi desafiante, desde el umbral de su casa. Se veían indecisos, cambiando el peso de un pie a otro, sin saber muy bien qué hacer. Al cabo, el más farruco de la patrulla graznó con desdén:

-¡Métase en la casa abuelo,… y cuídese esa boca, que cualquier día se la cerramos!

     Eusebio, más hastiado que ofendido, levantó irónico una ceja y contestó:

-Con dios, soldaditos… Y no olviden nunca sus orígenes humildes. –y les descerrajó un portazo en las narices que a más de uno le hizo perder la gorra y la compostura.

     Al dar media vuelta, ya dentro de la casa, encontró a su mujer con una enorme cacerola humeante entre las manos y el niño Kaloo abrazado a sus faldones, mirándolo desde el pasillo.

-Ay, Eusebio, Eusebio,… qué vamos a hacer nosotros el día que… –alcanzó a suspirar Elvira antes de desaparecer de nuevo en la cocina.



Baamul, 23 Agosto de 2007.

2 dejaron su rastro...:

Anónimo

Hola niño... que bien lo del blog... pero sigue mandando las crónicas por correo, que molan.

Abrazos, pinche pendejo.

Lavapiés Tosta Club

PazzaP

Puesí... :)

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